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Despertar en el cielo (Waking Up in Heaven Spanish Edition)

Un viaje al cielo cargado de esperanza

LIST PRICE $16.00

About The Book

Now available in Spanish.

An inspirational memoir of near-death experience, rebirth, divine mercy, and faith from first-time author Crystal Leigh McVea.


On December 10, 2009, McVea, a thirty-two-year-old mother of four, went to the hospital for a routine procedure. While undergoing treatment, her face suddenly turned a dark shade of blue, then black. Her mother screamed for help, and a nurse tried to revive her…to no avail.

Today, Crystal does not remember what happened in that hospital room during the nine minutes she was unconscious and unable to breathe on her own. She has no memory of the panic and the rushing nurses and the loud cries of “Code Blue.”

She only remembers drifting off…and waking up in heaven.

This unexpected meeting of a self-described sinner and skeptic with her God changed everything. Raised Christian, she had left her faith behind after childhood abuse and the subsequent struggles and suffering of her troubled teens and early adulthood. She longed to believe but felt abandoned, broken, and undeserving.

A moving autobiographical testament to the power of divine love and forgiveness, Waking Up in Heaven shares the message of hope, healing, and compassion McVea brought back from her brush with God.

This brave, honest account of years lost to shame and guilt will inspire those who’ve stumbled along their own spiritual journey, with the uplifting reminder that no one is beyond the reach of grace and redemption, and that, in the words of the author, “God is real. Heaven is real. And God’s love for us is the realest thing of all.”

Excerpt

Despertar en el cielo (Waking Up in Heaven Spanish Edition) CAPÍTULO 1


Todo empezó por un ataque de pánico.

Había sufrido otros en el pasado y sabía lo que sucedía cuando me sentía como si mis pulmones dejaran de funcionar de repente. Pero el que padecí en diciembre de 2009 fue peor. Empecé a jadear y atragantarme mientras pugnaba por inhalar un poco de aire, pero fui incapaz de hacerlo durante al menos un minuto. Y cuanto más se prolongaba la imposibilidad de respirar, más se acrecentaba el pánico, lo que provocaba a su vez que respirar me resultara más y más complicado. Posteriormente, los ataques comenzaron a repetirse con mayor regularidad y en un par de ocasiones fueron tan graves que tuvieron que llevarme de urgencias al hospital para administrarme oxígeno.

Fui a ver a mi médico, quien me derivó a un especialista en medicina interna de otro pueblo, situado también en las polvorientas llanuras del suroeste de Oklahoma. Por entonces contaba treinta y tres años y disfrutaba de buen estado de salud, aunque en los últimos tiempos me había sentido un poco estresada. Dicho especialista me hizo una radiografía de tórax y me dio un inhalador, pero los ataques continuaron. El siguiente paso fue practicarme una endoscopia (es decir, meterme por la garganta un tubo en cuyo extremo hay una pequeña cámara para examinar mi esófago y mi estómago). Después de eso me hicieron una ERCP (siglas en inglés de Colangiopancreatografía Retrógrada Endoscópica), una prueba más seria con la que te examinan los conductos biliares y el páncreas.

Así fue como encontró una especie de obstrucción en uno de los conductos que comunica el páncreas y el hígado, por lo que decidió colocar una endoprótesis vascular —un pequeño dispositivo metálico expandible— para solucionarla. No tenía nada que ver con mis problemas respiratorios; sin embargo, dado que se trataba de un procedimiento sencillo, decidió realizarlo.

Pero al despertar de la ERPC sentí un dolor espantoso.

Era una agonía punzante, constante e insoportable, hasta tal extremo que me impedía incluso moverme. Los médicos, tras realizar un par de pruebas rápidas, determinaron que sufría una pancreatitis, una inflamación del páncreas provocada por la colocación de la endoprótesis vascular. Al parecer, no era una circunstancia demasiado infrecuente. Siempre que se toca ese órgano o la vesícula biliar se corre el riesgo de provocar una pancreatitis. Es extremadamente dolorosa y el único modo de tratarla es hidratar al paciente y administrarle fuertes dosis de calmantes.

El médico me dijo que debería permanecer unos días en el hospital y yo, como estaba más que harta de hospitales —acababa de pasar diez semanas en uno, que fueron las más largas y duras de mi vida—, le dije que no, gracias, que prefería solicitar el alta. Los fármacos que me habían administrado funcionaban tan bien que creí que esa decisión no entrañaba ningún peligro. Y, además, por decirlo lisa y llanamente, siempre he sido una cabezota. Así que, en contra del criterio facultativo, firmé el alta voluntaria.

Aquella misma noche me despertó un dolor espantoso y, al amanecer, volvía a estar en urgencias.

Los médicos me conectaron a un gotero de suero salino IV para mantenerme hidratada y trajeron un sistema ACP (Analgesia Controlada por el Paciente) que, como indican sus siglas, podía manejar yo misma. Me suministraban Dilaudid, un calmante muy potente: cuando el dolor se volvía insoportable, bastaba con que pulsara un botón para que el sistema me proporcionara una dosis, aunque el número de dosis a la hora estaba limitado.

Durante aquel primer día en el hospital, mi malestar fue aumentando más y más. Vomitaba constantemente y me sentía como si estuviese a cuarenta de fiebre. Mi madre, Connie, que estaba conmigo, enjugaba pacientemente las perlas de sudor que se formaban sobre mi frente y me embadurnaba las piernas con mi crema favorita, Noel Vanilla Bean. No obstante, el dolor no hacía más que incrementarse. Los médicos insistían en que no había que alarmarse, que lo que sentía era normal.

Al llegar la tarde estaba realmente atontada. Recuerdo que, en un momento dado, abrí los ojos y vi a mi madre sentada en una silla al pie de la cama, viendo el programa «The Bonnie Hunt Show» en la televisión, que a ambas nos encantaba, y de repente le pregunté:

—¿En qué año estamos?

—¿Tú en cuál crees que estamos?

—1984.

Mi madre se echó a reír.

—Bueno, cielo, yo estoy en 2009, así que será mejor que vuelvas.

Entonces le dije:

—Te quiero, mami.

Y ella respondió:

—Y yo a ti.

Ella siguió viendo la televisión, y yo cerré los ojos para descansar. Nada más hacerlo, comenzó a invadirme una increíble pesadez, como si estuviera hundiéndome poco a poco en la almohada. Sentí que el dolor desaparecía y mi mente se sumergía en un sueño sin fondo.



Desde su silla, mi madre me tocó la pierna y notó que se enfriaba. Me cubrió los pies con la manta y, cuando se levantó para hacer lo propio en los brazos y hombros, vio que estaba temblando y me oyó exhalar un profundo e inusual ronquido.

Levantó la mirada hacia mi rostro y vio que tenía los labios azules.

Como tenía nociones de primeros auxilios, lo primero que hizo fue acercarme la oreja a los labios para ver si captaba mi respiración. Al no hacerlo, me puso un dedo en la carótida y buscó el pulso. También en vano. Entonces gritó:

—¡Que venga una enfermera!

De inmediato trató de bajar la cama para hacerme respiración boca a boca. Acto seguido, entró una enfermera y comenzó a realizarme un firme masaje en el esternón con los nudillos, al tiempo que preguntaba:

—Crystal, ¿estás bien? ¿Puedes oírme?

Pero mi cara también estaba tiñéndose de azul, un azul tan oscuro que parecía casi negro. El ronquido que había oído mi madre no era tal: era mi último aliento.

—¿Puedes oírme, Crystal? —seguía preguntando la enfermera—. ¿Estás bien?

Finalmente, mi madre estalló:

—¡Basta, por el amor de Dios! —gritó—. No respira y no tiene pulso. ¡Se está muriendo!

En ese momento entró precipitadamente una enfermera de mayor rango y, al ver el color de mi cara, se quedó paralizada. Luego llegó una auxiliar, a la que casi se le cae el portapapeles que llevaba en las manos.

—Dios mío, ¿qué sucede? —exclamó.

—Hay que declarar un Código Azul, pero tiene que ser ella la que lo haga —dijo agitada una de las enfermeras señalando a la de mayor rango, que seguía paralizada.

—¡Declara el código! —le gritó la auxiliar—. ¡Declara el código, ya!

Y la enfermera declaró finalmente el Código Azul, el máximo nivel de emergencia hospitalaria. En unos segundos, alguien llegó corriendo con un carrito de reanimación, seguido por alguien más con una bolsa Ambu® (que se utiliza para bombear manualmente oxígeno a los pulmones). A continuación entró un médico y después otro, un sacerdote y un trabajador social. Más de diez personas se apelotonaron alrededor de mi cuerpo en aquel cuartito.

Una de ellas me arrancó de un tirón el camisón de hospital. Otra me dio un golpe en el pecho. Seguía sin respirar y sin pulso. Una enfermera me puso una mascarilla y empezó a estrujar la bolsa Ambu®. Hubo un incesante entrar y salir de personal. Otros pacientes se congregaron junto a la puerta tratando de averiguar lo que pasaba; y en medio de toda aquella conmoción, mi madre me repetía lo mismo una vez tras otra:

—¡Por favor, no te vayas, Crystal! —rogaba—. ¡Quédate con nosotros, por favor!

Pero yo no la oía. No sentía la mascarilla que me habían puesto ni los golpes que me daban sobre el pecho. Tampoco había visto irrumpir en mi habitación a los médicos, las enfermeras ni al resto del personal, ni siquiera había llegado a oír el frenético grito de «¡Código Azul!».

No recuerdo nada de lo que pasó allí después de que le dijese a mi madre que la quería, cerrase los ojos y perdiese el conocimiento.

Lo siguiente que recuerdo es que desperté en el cielo, con Dios.

About The Authors

© Crystal McVea

Crystal McVea is the author of Waking Up in Heaven. With a deep rooted passion for the needy and lost, Crystal speaks around the country bringing a message of hope and redemption. She is a schoolteacher and lives in Oklahoma with her husband Virgil, a US Army veteran, and their four children. To learn more, go to CrystalMcVea.com.

Photograph by Lorraine Stundis

Alex Tresniowski is a writer and bestselling author who lives and works in New York. He was a writer for both Time and People magazines, handling mostly human-interest stories. He is the author or coauthor of more than twenty books. For more about this story and the author, please visit AlexTres.com.

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