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Patina (Spanish Edition)

Book #2 of Track
Translated by Alexis Romay
LIST PRICE $7.99

About The Book

La continuación de Fantasma, finalista al Premio Nacional del Libro.

Fantasma. Lu. Patina. Sunny. Cuatro jóvenes de familias completamente diferentes, con personalidades que se vuelven explosivas al chocar. Pero son también cuatro jóvenes de secundaria que fueron escogidos para un equipo de élite de atletismo… un equipo que los podría ayudar a clasificarse para las Olimpiadas Juveniles. Todos tienen mucho que perder, pero también tienen mucho que demostrar, no solo a sus compañeros sino a sí mismos. Patina —o Patty, que es su diminutivo— es la protagonista de este, el segundo libro de cuatro de la emocionante serie novelas juveniles de Jason Reynolds.

Patina —llámenla “Patty”, por favor— corre como un relámpago. Corre por muchas razones: para escapar de las burlas de las estudiantes de la lujosa escuela a la que sus padres de crianza la enviaron desde que Patty y su hermanita fueron a vivir con ellos. Corre para huir de las miradas de la gente cuando la ven con su “madre” blanca: una mirada de lástima. Corre para huir de la razón por la que ya no puede vivir con su mamá “real”: su mamá tiene “el azúcar”, y Patty tiene terror de que la enfermedad que se llevó las piernas de su madre regrese un día y se la lleve de una vez y por siempre. Así que Patty también corre por su mamá, que no puede hacerlo. Pero ¿acaso es posible en verdad huir de todo esto? El estrés aumenta, y con el también se ha asentado una actitud bastante negativa. Y el entrenador no tolera actitudes negativas. Ni hoy ni mañana. ¿Y ahora quiere que Patty corra la carrea de relevo… en donde hay que depender de los demás? ¿Y cómo se supone que Patty haga ESO?

Excerpt

Capítulo 1: Cosas por hacer: Todo (lo que incluye olvidarme de la competencia y hacerle las trenzas a mi hermana) 1 Cosas por hacer: Todo (lo que incluye olvidarme de la competencia y hacerle las trenzas a mi hermana)
A MÍ NO me vengan con arrancada en falso. Nananina. Pues falso significa que no es real, y en atletismo no hay arrancadas que no sean reales. O arrancas o no arrancas. O corres o no corres. No hay término medio. Veamos: sí hay arrancadas incorrectas. Eso como que ya tiene más sentido. Quiere decir que arrancaste en el momento equivocado. Que diste el brinco temprano y echaste a correr sin que más nadie corriera contigo. Sin otra competencia que la que te anuncia tu cerebro al jurarte que hay gente que te pisa los talones. Pero ahí no hay nadie. En serio. Nadie te persigue. Eso es lo que en verdad quieren decir cuando hablan de arrancadas en falso. Una arrancada real en el momento equivocado. Y en la primera competencia de la temporada, nadie supo esto más que Fantasma.

Antes de que comenzara la carrera, yo y todo el mundo nos paramos al borde de la pista y nos pusimos a aplaudir y a vitorear a Fantasma y Lu, mientras ellos se ubicaban en sus marcas.

Esto era, por supuesto, luego de que se habían puesto ellos mismos por las nubes, hablándose como si no hubiera más nadie en la pista con ellos. Es cómico ver cómo pasaron de mirarse con cara de perros rabiosos cuando se conocieron a convertirse en uña y carne, como si fueran una pandilla de dos o algo por el estilo. Fantasma y Lu, más letales que el flu. ¡Ja! ¡Flu! Fantasma + Lu = Flu. ¿Viste eso? Ese podría ser su nuevo nombre bobalicón. Fula también podría funcionar. Bueno, por un momento pensé que ese nombre sería más adecuado. Sobre todo, después de lo que hizo Fantasma.

Échate esto: al principio, pensé que él había calculado el tiempo perfectamente. Pensé que Fantasma había salido de la línea de arrancada en el momento exacto en que sonó el disparo, como si sencillamente él supiera que venía el pistoletazo. Como si en su interior sintiera que venía por ahí o algo por el estilo. Pero no oyó el segundo disparo. Bueno, retiro lo dicho. Claro que lo oyó. Eso fue un estruendo altísimo. Era imposible no oírlo. Pero él no sabía que eso significaba que había arrancado demasiado temprano, que había hecho una arrancada en falso. O sea: esta era su primera competencia, así que él no tenía ni idea de que el segundo disparo quería decir que tenían que dejar de correr, y empezar de nuevo. Así que… no lo hizo.

Corrió los cien metros de principio a fin. No sabía que la gente no lo estaba alentando, sino que le gritaba para que dejara de correr, que regresara a la línea de arrancada. Así que cuando llegó a la meta, levantó los brazos en señal de victoria y se dio la vuelta con una de esas sonrisas de un millón de dientes, hasta que notó que los demás corredores —sus rivales— todavía estaban al inicio de la pista. Miró a la audiencia. Todos reían. Lo señalaban con el dedo. Negaban con la cabeza, mientras Fantasma bajaba la suya. Miró al chapapote negro mientras el pecho se le ensanchaba como si alguien inflara un globo y luego dejara escapar el aire y luego lo volviera a inflar y luego volviera a dejar que saliera el aire. Yo temía que ese globo fuese a explotar. Que Fantasma se fuese a abrir en dos como solía hacer cuando se unió a nuestro equipo. Y supe de tan solo ver el modo en que se masticaba la mandíbula que eso era lo que quería hacer o tal vez seguir a la carrera y salir de la pista y del parque y no parar hasta su casa.

El entrenador fue hasta él y le susurró algo al oído. No sé qué le dijo. Pero seguro fue más o menos algo así: «Está bien, está bien, cálmate; todavía eres parte de la competencia. Pero si lo vuelves a hacer quedarás descalificado». Nananina, yo que conozco al entrenador, sé que dijo algo probablemente un poco más profundo, como, por ejemplo… No sé. Ahora mismo no se me ocurre nada, pero el entrenador estaba lleno de profundidad. Sea lo que fuere, Fantasma levantó la cabeza y regresó al trote a la línea de arrancada, en donde Lu lo esperaba con la mano en alto para chocar los cinco. Fantasma aún no había recuperado el aliento, pero no había tiempo para que lo hiciera. Tenía que volver a ponerse en su marca. Tenía que prepararse para volver a correr.

El juez de la arrancada apuntó al cielo con la pistola. El estómago me volvió a dar brincos. El hombre apretó el gatillo. ¡Bum!, de nuevo. Y Fantasma volvió a arrancar. Otra vez. Era como si sus piernas fuesen petardos y la primera carrera hubiese sido tan solo la mecha que las encendía y ahora ese fuego pequeñísimo hubiera llegado a la parte de la explosión. Y déjame decirte algo: Fantasma… estalló. Explotó de la mejor manera posible. O sea, el chamaco salió disparado como un haz de luz, incluso más rápido que la primera vez, con sus zapatos plateados que centelleaban en la pista.

Primera competencia. Primer lugar.

Incluso con una arrancada en falso.

Y si una arrancada en falso quiere decir una arrancada real en el momento equivocado —el momento equivocado había sido demasiado temprano—, entonces yo debo de haber tenido una terminada en falso, que tampoco quiere decir que no haya sido real, sino que fue real, tan solo que… demasiado tarde. No sé si me explico.

Por si acaso no lo hice, déjame aclararlo.

Mi competencia venía inmediatamente después. Y he aquí el quid de la cosa: yo he corrido los ochocientos metros planos durante tres años consecutivos. Esa es mi competencia. Tengo todo un sistema, un modo de correrla. Salgo de la línea de arrancada con paso fuerte y sin empinarme y para el momento en que ya corro erguida mis zancadas son constantes, pero siempre me permito quedarme un poco rezagada. Tú sabes cómo es la cosa: para mantenerme relajada durante la primera vuelta. Ahí es cuando los corredores de ochocientos metros la echan a perder. Empiezan demasiado rápido y para la segunda vuelta son un guiñapo. Yo he visto a un montón de chamacas que han hecho un papelazo en la pista, luego de lucirse en los primeros cuatrocientos metros. Pero yo sabía bien lo que tenía que hacer. Yo sabía que los segundos cuatrocientos metros era donde se decidía todo. Sin embargo, lo que no sabía era cuán rápidas eran las muchachas en esta nueva liga. El tipo de condición física en la que se encontraban. Así que cuando sonó el disparo y arrancamos, me di cuenta de que el paso que tenía que mantener para seguirle el ritmo al pelotón era más rápido de lo habitual. Pero, por supuesto que pienso estas chamacas son estúpidas y van a estar cansadas en veinte segundos.

En treinta segundos.

En cuarenta segundos.

Eso nunca ocurrió y, en su lugar, acabé diciéndome: «Oh, Dios, estoy cansada. ¿Cómo es posible que esté cansada?». Y cuando doblamos la curva hacia los doscientos metros finales, tuve que sacar de donde no había y ponerme las pilas. Así que encendí los cohetes.

Te lo cuento al detalle.

Trencitas, Pelo Corto, Cola de Caballo y Colita de Caballo me llevaban la delantera. Cómetelas con papas, Patty. Aprieta el paso, aprieta el paso, respira. Ahora Trencitas está a mi lado. La multitud grita el canto tradicional de cuando le pasan a alguien: ¡Tunturuntun! Aprieta el paso. Aprieta el paso. Trencitas quedó en el contén. Me faltan cien metros. La boca abierta a más no poder. Los ojos abiertos a más no poder. Mis zancadas abiertas a más no poder. Cómetelas con papas, Patty. Mis brazos son astas que me quitan el aire de enfrente, como si fuera agua. Pelo Corto comienza a disminuir la velocidad. Su cabeza de chorlito parece que se le fuera a desprender del cuello. Está cansada. Por fin. ¡Tunturuntun! La alcancé. Me faltan dos más. Cola de Caballo siente que le piso los talones. Probablemente ya oye mis pisadas por encima del ruido de la multitud. Sabe que estoy cerca, y entonces comete el error más grave —la cosa que todos los entrenadores te dicen que no hagas—, mira hacia atrás. Esto es lo que hay: cuando miras hacia atrás, eso automáticamente hace que pierdas el ritmo y te desajusta mentalmente. Y una vez que Cola de Caballo miró por encima del hombro, comenzaron los tunturuntun como si fueran una sirena. ¡Tunturuntun! ¡Tunturuntun! ¡Tunturuntun! Cincuenta metros. Así es, aquí vengo yo. Cómetelas con papas, Patty. Aquí vengo yo. Ya veía a Colita de Caballo, que le sacaba un poquito de ventaja, con ese moñito en la parte trasera de su cabeza con pinta de lengua de serpiente. Ya se le acababa el aliento. Eso lo noté al ver el modo en que había perdido la postura. Lo mismo digo de Cola de Caballo. Y de todas nosotras. Y lo que es incluso peor para mí, también se nos acababa la pista.

Le gané a Cola de Caballo por una cabeza —segundo lugar—, luego me desplomé mientras todos a mi alrededor vitoreaban, y los brincos en los palcos rápidamente se convirtieron en una niebla borrosa cuando se me aguaron los ojos. ¿Segunda? ¿Un estúpido segundo lugar? Puaj. De ningún modo me iba a poner a lloriquear. Créeme: ganas no me faltaban; el agua se me acumulaba en los párpados, pero de eso nada, chamacada. Tenía ganas de entrarle a patadas a algo. ¡Estaba tan furiosa! La entrenadora Whit vino hasta mí y me ayudó a levantarme, y una vez que estuve de pie, me solté de sus manos de un tirón y salí cojeando rumbo al banco. Las piernas me dolían y estaban acalambradas, pero de todos modos tenía ganas de entrarle a patadas a algo. A lo mejor tumbar el banco de una patada. O darles una patada a las estúpidas lascas de naranja que nos había traído la mamá de Lu. O a cualquier cosa. Pero en vez de eso, tan solo me senté y no dije nada durante el resto de la competencia. Sí, soy mala perdedora, si eso es lo que me quieres decir. Lo mío es sencillo: a mí solo me gusta ganar. A mí lo único que me gusta es ganar. Cualquier otra cosa es… falsa. Mentira.

Pero real.

Tan real, que ni siquiera quise hablar de eso al día siguiente rumbo a la iglesia. Con nadie. Ni siquiera con Dios. Me había pasado la mañana haciéndole las trenzas a Maddy, del mismo modo que mamá solía hacerme las mías cuando yo era más jovencita. La única diferencia es que mamá tiene dedos gordos y me hacía las trenzas como si me fuera a arrancar el pelo o dejarme calva. Y decía: «Te las tengo que hacer bien apretaditas para que no se te zafen». Anjá. Pero yo ni siquiera le hago las trenzas a Maddy tan apretadas, y termino con la cabeza entera en media hora, si ella se está quieta. Pero nunca se está quieta.

—¿Cuántas faltan? —se quejó Maddy, retorciéndose en el piso, delante de mí.

—Ya casi termino. Solo relájate un poco, para que pueda… —tomé la lata con las cuentas y la sacudí cerca de su oreja, como si fuera una de esas maracas cubanas. Y así como así, se tranquilizó y me dejó que le inclinara la cabeza hacia delante para hacerle las trenzas a la última parte, el poquitín de rizos bien encrespados en su nuca. Me unté los dedos en el pegoste que me había puesto en el dorso de la mano y luego lo masajeé en el cuero cabelludo de Maddy. Después le puse más grasa a la mata de pelo que me faltaba, estirándola y soltándola y viendo cómo se volvía a enroscar en un algodoncito de color marrón oscuro.

—¿Qué colores quieres? —le pregunté mientras le separaba el pelo en tres partes.

—Ehhhhh… —Maddy se llevó el dedo al mentón y actuó como si se lo pensara. Digo actuó, porque ella sabía el color que quería. Cada semana escogía el mismo. De hecho, tan solo había un color en la lata.

—Rojo —dijimos ambas al mismo tiempo; yo, por supuesto, con un poquito más de rabia que de savia. Maddy intentó darse la vuelta de sopetón y ponerme carita de esta-boca-es-mía, pero yo estaba en medio de una trenza.

—Nananina. Estate quieta.

Entonces llegó el momento de ponerle las cuentas. Hoy, treinta trenzas. Así que tres cuentas en cada trenza. Noventa cuentas. Usé pedacitos de papel de aluminio en las puntas para que no se le desprendieran las cuentas, a pesar de que yo sabía que se le iban a caer de todos modos. Pero ¿quién va a tener tiempo para ponerle esas liguitas? Esta que está aquí, no. Y, definitivamente, Maddy tampoco.

Yo le arreglo el pelo a Maddy todos los domingos por dos motivos. El primero es porque Mamacita no puede hacerlo. Si dependiera de ella, el pelo de Maddy sería dos moños de un afro, todos los días. Eso o ya Mamacita lo habría rapado a estas alturas. No es que no le importe. Que sí que le importa. Es que ella no sabe qué hacer con el pelo como el de Maddy… como el nuestro. Mamá sabe, pero Mamacita… de eso nada, chamacada. Ella nunca antes tuvo que lidiar con algo así, y por ahí no hay ningún libro de reglas para gente blanca de cómo lidiar con el pelo de la gente negra. Y su esposo, mi tío Tony, ese no es de gran ayuda. Desde que nos adoptaron, cada vez que hablo del pelo de Maddy, tío Tony dice la misma cosa: «Déjalo a su aire». Como si él fuera a sentarse al fondo del aula de Maddy a mirar con mala cara a todas las pendencieras de seis años con sus hebillitas que se burlarán de ella. Exacto. Pero, por suerte para todos, especialmente para Maddy, yo sé lo que hago. Yo he sido una niña negra toda mi vida.

El otro motivo por el que siempre peino a Maddy los domingos, es porque entonces vemos a mamá, y ella no quiere ver a Maddy con pinta de que «esa no ha ido a ningún lugar en su vida». Así que después de terminar con el pelo de Maddy, las dos nos vestimos. Pero nos vestimos de verdad. De alquilar balcones y eso. Maddy se pone uno de sus vestidos de domingo, zapatos blancos de charol, que la mayoría de la gente solo se pondría el domingo de Pascua, pero para nosotras —para mamá— cada domingo es como el domingo de Pascuas. Yo también me pongo un vestido y me paso un peine por el pelo hasta que este coopera. Unas feas zapatillas negras de bailarina, porque mamá no quiere que yo «luzca demasiado espabilada en la casa del Señor». Entonces, Mamacita nos lleva al otro extremo del pueblo, a Barnaby Terrace, mi antiguo vecindario.

Barnaby Terrace no está… mal. No sé bien qué más decir al respecto, excepto que en verdad no hay qué decir. Ahí no hay ningún rico, a eso ponle el cuño. Pero tampoco es que haya nadie pobre. Todo el mundo es sencillamente normal. Gente normal que va a sus trabajos normales y tiene hijos normales que van a escuelas normales y crecen y se convierten en gente normal con trabajos normales y la cosa se repite como el cuento de la buena pipa. Y creo que conmigo todo era bastante normal también, hasta hace seis años. Presta atención. Yo recién había cumplido seis años, y mi papá y yo estábamos en una de nuestras famosas veladas de panqueques invisibles. Más o menos como las niñitas en los antiguos programas de la tele tomaban té, pero en esas tazas tú y yo sabemos muy bien que no había ni una gota de té. Pues así mismo. Excepto que yo no tenía un juego de tazas de té, y mi mamá no nos dejaba usar sus tazas de té de verdad, que no eran otra cosa que tazas de café compiladas al azar; además, mi papá siempre decía que el té no sabe lo suficientemente bien ni siquiera para fingir que lo vamos a tomar. También decía que té en inglés (tea) tiene las mismas letras que comer (eat), así que fingir que comíamos era más o menos lo mismo que fingir que bebíamos. ¿Y qué cosa mejor que fingir que se come que los panqueques? Y eso era lo que siempre comíamos: panqueques imaginarios.

Pero esta noche, mi mamá interrumpió la velada, porque al día siguiente había escuela; además, ella estaba embarazada de Maddy por esos días y le hacía falta que mi papá le masajeara los pies. Así que él me susurró al oído: «Que tengas dulces sueños, mi dulce panqueque; tu mamá y el “Pastelito” me necesitan». Entonces, me dio el beso de buenas noches… primero en la frente, luego en la mejilla, luego en la otra mejilla. No sé qué pasó más tarde. Supongo que después de darle el masaje en los pies a mamá, también le dio un beso de buenas noches. Y a Maddy, el «Pastelito», que seguramente andaba dando brincos en el vientre de mamá. Apuesto a que papá le encasquetó un beso en el ombligo, luego se dio la vuelta y se quedó dormido.

Pero nunca se despertó.

O sea… jamás.

Fue una locura. Y si nos hubieran dejado beber nuestro té de mentiritas en las tazas de verdad de mi mamá, todas habrían quedado destrozadas a la mañana siguiente cuando ella me despertó, con la cara bañada en lágrimas, y me soltó aquel: «Ocurrió algo». Habría destrozado todas y cada una de las tazas en el piso. Y habría destrozado muchas más dos años después cuando a mamá le cortaron dos dedos del pie derecho. Y seis meses después, cuando le cortaron el pie completo. Y seis meses después de eso —hace tres años— cuando a mi madre le cortaron ambas piernas, cosa que, te digo en serio, habría dejado a la estúpida vajilla vacía. Tazas rotas por todas partes. No habría quedado ningún recipiente para beber de él.

Pero no lo hice. En vez de eso, me lo tragué todo. Y deseé que todo esto fuese algo invisible, fingido… Pero no lo era.

Y para que no te vayas a hacer una idea equivocada: tampoco es que mi mamá quisiera que le cortaran las piernas. Lo de ella era el azúcar. Bueno, en verdad, es una enfermedad que se llama diabetes, pero ella le dice «el azúcar», así que yo le digo «el azúcar», que además me gusta más que diabetes, porque «diabetes» contiene la palabra «día» y eso me hace pensar en el día de la muerte, y yo detesto esa palabra. El azúcar destruyó las extremidades inferiores de mamá, que es el modo en que los doctores se refieren a las piernas. Hizo que su cuerpo se volviera loco. Le interrumpió el flujo de sangre a los pies. Yo tenía que frotarle y engrasarle las piernas por la noche, tal como hacía mi papá, y era como poner crema para la piel en dos troncos de un árbol. Secos y cuarteados. Inflamados y oscuros, como si hubiese estado de pie encima de carbón encendido. Pero en algún momento, ella ya no se las podía sentir más, y yo pasé de hidratarlas a intentar devolverles la vida. Y después de eso, estaban, en esencia… creo que el mejor modo de explicarlo sería decir… muertas. Sus piernas se habían muerto. Como ya dije, detesto esa palabra, pero no hay otro modo de decirlo. Y supongo que la muerte viaja y se esparce como un incendio por el cuerpo, así que los doctores tuvieron que cortarle el paso y le cortaron las piernas —ellos le dicen «amputar», que por algún motivo me hace pensar en algo que crece, no en algo que ha sido cortado— justo por encima de las rodillas para evitar que más partes de ella se siguieran muriendo.

Maddy ahora solo tiene seis años, y desde que nació siempre la he ayudado tanto como he podido. Pero cuando mamá perdió los dedos y los pies, ayudar se convirtió de lleno en hacerme cargo de ella. Me refiero a que tenía que mantener listas en la cabeza de las cosas de las que me tenía que ocupar.

Cosas por hacer: Cerciórate de que Maddy se bañe.

Cosas por hacer: Cerciórate de que Maddy se vista.

Cosas por hacer: Cerciórate de que Maddy coma.

Cosas por hacer: Todo.

Pero después de que mamá perdió las piernas, mis padrinos —el hermano de mi papá, Tony, y su esposa, Emily— dieron el paso al frente y se convirtieron en nuestros «guardianes del alma», o eso fue lo que yo escuché la primera vez, pero en realidad son nuestros únicos guardianes legales, cosa que, supongo, está igual de bien. Apuesto a que tío Tony y tía Emily —a quien Maddy solía llamar «mamá Emilita», que se convirtió en «Mamacita»— no tenían ni idea de que cuando dijeron que serían nuestros padrinos iban a heredar todo este drama. Apuesto a que tan solo pensaron que iban a darnos regalos en días escogidos al azar… días que no fuesen nuestros cumpleaños ni las navidades. Soltarnos un billete de diez dólares, porque sí. No hacerse cargo de nosotras, de punta a cabo. Eso es… muchísimo. Pero siempre actuaron como si esto les viniera bien —como si esto hubiese sido para lo que se habían enlistado—, y nosotras estamos muy agradecidas, aunque aun así yo todavía me tengo que ocupar de Maddy porque, tú sabes… Simple y llanamente, tengo que hacerlo. Todavía tengo una lista en mi mente. Además, Mamacita no tiene ni idea de qué hacer con el pelo de una niña negra.

¿Y por qué te cuento todo este rollo?

Ah, ya lo recordé.

Por lo de los domingos. Los domingos, como ya dije, el pelo de Maddy tiene que estar impecable. Para mamá.

About The Author

Photograph (c) Adedayo "Dayo" Kosoko

Jason Reynolds is a #1 New York Times bestselling author, a Newbery Award Honoree, a Printz Award Honoree, a two-time National Book Award finalist, a Kirkus Award winner, a UK Carnegie Medal winner, a two-time Walter Dean Myers Award winner, an NAACP Image Award Winner, an Odyssey Award Winner and two-time honoree, and the recipient of multiple Coretta Scott King honors and the Margaret A. Edwards Award. He was also the 2020–2022 National Ambassador for Young People’s Literature. His many books include All American Boys (cowritten with Brendan Kiely); When I Was the GreatestThe Boy in the Black SuitStampedAs Brave as YouFor Every One; the Track series (Ghost, Patina, Sunny, and Lu); Look Both WaysStuntboy, in the MeantimeAin’t Burned All the Bright (recipient of the Caldecott Honor) and My Name Is Jason. Mine Too. (both cowritten with Jason Griffin); and Long Way Down, which received a Newbery Honor, a Printz Honor, and a Coretta Scott King Honor. His debut picture book, There Was a Party for Langston, won a Caldecott Honor and a Coretta Scott King Illustrator Honor. He lives in Washington, DC. You can find his ramblings at JasonWritesBooks.com.

Product Details

  • Publisher: Atheneum/Caitlyn Dlouhy Books (January 23, 2024)
  • Length: 288 pages
  • ISBN13: 9781665927604
  • Grades: 5 and up
  • Ages: 10 - 99

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